Fotografías tomadas por Roberto G. Contreras bajo autorización de Galería Casa Lamm.
Definimos la vida en la audacia que representa nuestra propia existencia, en aquello que vemos que muta, va creciendo y desarrollando su esencia a través del tiempo, tal y como ocurre desde que comenzó a existir la inocencia orgánica en la tierra, con aquellos elementos que se incorporaron para llenar de verde y múltiples tonalidades más en el horizonte, así es precisamente la visión artística de Javier Cruz, naturaleza viviente y mutable que refleja en su exposición titulada “Árbol, rama y tiempo. Eterna naturaleza” la cual conmemora sus 45 años de trayectoria.
En el arte nos encontramos con la perspectiva de aquello que nos rodea, que nos da materia para imaginar y reflejar en los lienzos, aquello que la mano y el pincel nos otorga para comprender la magnitud poética de la realidad y, transformarla en lo que nuestros sueños otorgan para interpretar la vida desde ellos.
Javier Cruz nos deja ver cómo, desde los árboles, reflejamos nuestra propia vida, cómo nos nutrimos del agua de la lluvia y de los pensamientos, de aquella fuerza de otros elementos como el viento y que en hojas arrancadas se convierte en alas y plumas de aves que surcan el cielo en tormenta y en tranquilidad, así también para ser testigos de las luces y de las sombras que llenan fuera de toda retórica a un atardecer o a un amanecer.
Podemos ser bosque, podemos ser puntas de pinos y de abetos que nos llenarán de paz y de nostalgia, que desde la raíz que fue formada de las semillas se creció, se venció al fuego y nos generó el calor de la vida y de la pasión, a veces oculta tras un velo, a veces tan centelleante que nos cegó en su grandeza y esplendor.
Nunca importó que las tinieblas de la noche nos tragaran, seguimos creciendo en el bosque del universo, entre fantasmagóricas visiones nocturnas seguimos brillando junto con la iridiscente luz de la luna en compañía de todo tipo de criaturas, algunas que vibraban con la noche, otras que en la noche encontraban su reposo y su refugio. No sólo es la noche que precede al día, son aquellas estaciones que en su ciclo avanzan desde la luminosa primavera hasta el frío invierno, fuimos siendo guiados por un ciclo de vivir y de morir, de nacer para llegar al ocaso de los días, de los meses y de los años.
La vida fue abriéndose paso, avanzamos desde las tranquilas aguas hasta ser llevados a la cúspide de los árboles, cambiamos nuestras extremidades y nos fuimos adaptando al mundo, encontramos la rueda de la existencia y continuamos nuestra carrera hacia adelante, hacia aquello que desconocíamos pero que sabíamos que encontraríamos.
Así, nos terminamos encontrando a nosotros mismos, vimos que nuestra genealogía nos trasladó a comprender que todos formamos parte de una sola cosa, de la vida, y que esa vida sería la que formaría al todo, que no dejaría de seguir creciendo hasta poblar al mundo como las hojas poblaron las ramas y los troncos de los árboles, siempre con una ferviente pasión por seguir cada vez más alto y más alto hasta acariciar con la mirada el cielo que está más allá de todo límite.
Vimos como la vida nos dejaba abordar en sus vagones para presenciar su espectáculo, para conocer otros habitantes hijos de su creación, y entre tantos malabares, seguimos avanzando, algunos se bajaban de este tren y otros subían, pero no se detenía y entre montañas y valles, sus vías nos seguirían guiando al precipicio de aquello que nos falta conocer.
Somos observadores y somos observados, en una relación recíproca, los sueños podrían parecer amenazantes, tal y como nosotros mismos los amenazamos, nos llenamos de ellos y junto con la realidad le buscamos el significado de lo que vamos aprendiendo y, al mismo tiempo, nos volvemos el aprendizaje de la naturaleza, aquellos actores que no se conforman con el escenario otorgado, sino que vamos transformando a nuestro paso con cada escena.
La savia recorre y nutre las venas del mundo, y con ello, a todos los que en él habitan, aves, mamíferos, reptiles, civilizaciones enteras, se crea y se otorga la sabiduría que cada uno necesita, nos acoge y nos suministra el sustento hasta que nos caemos de sus ramas, solamente para volvernos después, parte de esa sangre que recorre el árbol de la vida.
Se ilumina el telón, se ilumina el escenario y, en un instante, podemos entender que es un campo de múltiples pistas, con una actuación distinta en cada una, pero conectadas por la luz que cubre a todas y, por las ramificaciones que llevan a un tronco central, como un gigante que nos sostiene y nos lleva a cada uno a cubrir la parte del guion que nos ha tocado actuar.
¿Y si entonces podemos ver que somos pequeñas cápsulas lanzadas al viento? Flotamos y nos relajamos, el sol, la arena, el mar, la diversión y la tranquilidad nos rodea, mientras tanto, somos llevados hacia arriba, hacia donde las aves y las nubes podrán acariciarnos y nos darán la bienvenida entre pétalos, hojas y plumas.
Ya no es la realidad lo que nos rodea, ya nos despojamos de la ciencia y de la materia, ahora es la magia lo que impera, aquella magia de lo que no somos capaces de explicar, de la vida que sigue surgiendo, de aquel milagro que no se puede explicar ni por la química ni por la biología, sino por aquella neblina de lo que nuestros sentidos mundanos no son capaces de atravesar.
Solamente queda la memoria, aquellos recuerdos que siguen pesando para nuestro ser, que se desprenden poco a poco de nosotros como las hojas en el otoño y que finalmente se hunden por su propio peso en el valle al que hemos llegado, algunos quieren permanecer, suplican por mantenerse en nosotros, pero su tiempo y la agitación que nos provocaban terminarán para perderse para siempre en el mar de los sueños.
Parece como que la vida se ha llevado todo, como si nada más existiera alrededor de nosotros mismos, como si el sueño estuviera por terminar y cerrar su telón para la eternidad, pero queda algo más, queda un registro de lo que somos, una última memoria, como aquella que se guarda en los anillos que cuentan la edad de los árboles, libros y letras que se han nutrido de nuestra vida y del paso que hicimos por ella entre acciones y circunstancias.
Y ahora, solamente reflejos, agua cristalina que nos deja vernos en ella, plata y cristal, ilusiones y el vaho de nuestra respiración que se adhiere a su superficie para formar una densa neblina sobre de ella, donde se romperá finalmente.
Un último árbol, una última estancia que nos despide de todas las maravillosas escenas, es el árbol del sol, aquel que nos ha nutrido, que nos vio crecer y desarrollarnos, que nos guio con su luz y nos cobijó con su calor, que a veces nos hizo sentir asfixiados y que otras tantas veces terminamos añorando, a él llegamos y en él nos volvemos a encontrar, con los rostros familiares, con aquellas ramas que nos unen nuevamente a lo que fuimos, a donde estuvimos y donde terminaremos estando para siempre.
Esta exposición se encuentra en los salones de la galería de la Planta Alta y del Espacio Visual dentro de Galería Casa Lamm, ubicada en Álvaro Obregón No. 99, colonia Roma en la delegación Cuauhtémoc de la Ciudad de México en los horarios de la galería, para más información en la página de Galería Casa Lamm.
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